Hoy las calles estaban casi vacías de gentes y casi llenas de signos. Mientras manejaba para ir a buscar a mi compinche y, luego, ir juntos a la manifestación que se haría frente al Congreso chileno, veía cómo los autos policiales se movían aquí y allá, lentamente, reptilianos, verdes: reducían la marcha aún más en cada esquina. Una especie de cuello mecánico les hubiere permitido estirarse para otear, olfatear, apuntar y acusar, y así completar una escena temible. Conos plásticos, puestos en la ruta, nos marcaban luego por dónde ir y por dónde nos estaba vedado. Ruta trazada para gloria y sustento del orden. Hasta llegar a las verjas de fierro - las vallas papales: fin del camino. Con la Iglesia nos topamos, se me ocurrió decir. A caminar. Carcajada idiota para un comentario del mismo nivel. Más allá de lo papal - lo férreo - estaba el poder del Estado en uno de sus ritos anuales. Un mandatario, pequeñito, atropellado en su hablar, ordenaba un texto que leía ante un auditorio; de éste, unos lo aplaudían y otros lo repudiaban. Un rito cortesano. Por la radio del coche, el periodismo orgánico, esa especie de altoparlante de las instituciones y los funcionarios, seguía el evento como una experiencia deportiva, pugilística. Unos en un rincón, otros en el otro.
Pero, ya estábamos aquí. A cuatro cuadras del pequeño lector. Vallas papales de por medio. Aquí la calle era distinta. Allá vacía, aquí rebosante de gentes. Y de signos. Otros. Cartelitos improvizados. De banderas. ¡Ay, las banderas, qué lejos que nos quedan! Aquí se extendían los excedentes del poder. Policías a caballo; policías inflitrados como paisanos para mayor temor; una operación vampírica: en cualquier momento, ese señor tan común, tan civil, se podía volver contra tí, y transformarse en lo inesperado. Muchos policías. Policías chilenos. ¿Te acuerdas? Todavía me duelen los riñones, todavía.
Estos signos - policías, policías de paisanos, policías de a caballo, policías motorizados, policías ocultos, policías rampantes, conos de policías, vallas de policías, gases de policías, se desplegaban evidentes hacia el poder del Estado, como tentáculos que terminaban en el estrado del mandatario lector. Y de su público.
Pero los signos también eran visibles más acá. Mas acá de la ruptura. Un proscenio en que, una tras otra, personas declamaban discursos en nombre de una lista de organizaciones, representaciones, cualidades. Pero con algo de modorra. Faltos de épica, en ese batallar por hacerse visibles ante varios miles de personas de a pie, que seguían la manifestación distraídos, como esperando algo. ¿Qué? Aplausos fríos. Otoño: Invierno. Me tenté a mirar hacia atrás, voltearme, y ver qué veía.
Y vi la ruptura de lo viejo con lo nuevo. El ansia por lo ingenuo, mientras a mi espalda seguían los discursos que se disputaban privilegios. Pobres privilegios de un mundo que se muere. Pero allá estaba lejos, hacia el fondo, la épica de la ingenuidad, esa con que esperamos nutrirnos hambrientos. Para armar nuestros nuevos signos. Optimismo. Dos niñas, un poco extraviadas, fueron la muestra de ello. Se buscaban con sus miradas sin atreverse a desplegar su cartelito simple, falto de contexto para quien no tiene el contexto. Hasta que el fotógrafo improvisado las llamó y ahí están. Se las regalo. Sobre todos sus sonrisas ariscas, nerviosas, ingenuas: nutricias.
C.
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