Extraño la alameda
junto a la pequeña casa donde yace para siempre la historia de un
Chile que se va. Un Chile gañan, peon e inquilino. Extraño sus mañanas escarchadas, con niebla en
inviernos y veranos sudurosos con noches cálidas y estrelladas.
Extrano el aroma de damascos y choclos en el verano del valle central. Extraño las voces de antes,
que cuidaban y regaloneaban a las de hoy. Extraño a la radio serrano
y sus rancheras. Extraño el paso de los hombres de a caballo y sus
perros. Extraño los relatos de historias pasadas, del paso del
ferrocaril y el viaje por el ramal hasta Pelequen. Extraño el
lenguaje, los usos de las voces, los dichos y refranes. Extraño el
hablar cantado, emparentado con la tierra y sus vientos, con la
nostalgia mañanera o la alegria de un viernes de verano. Extraño
las historias de campo y sus narraciones sobre tristezas o alegrías,
junto a los peumos a la entrada del monte. Extraño las historias de
fútbol rural, aquel de punteros derechos nacidos junto a la rivera
del río o centrales que cruzaban desde el otro lado del monte para
guerrear con los delanteros que venían desde del otro lado del río.
Una geografía particular del futbol. Extraño la lluvia y la tarde
de invierno que nos llevaba de la mano a la nostalgia. Extraño
escuchar la nostalgia mientras el sonido del agua baja por la
canaleta en una tarde de lluvia y sopaipillas. Extraño las onces con
pan tostado y palta, siempre a las cuatro, en el reloj cronológico
de una vida que se resiste a pasar y que reclama un carácter
imperecedero, permanente, estando allí como una imagen colgada a las
vidas actuales.
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